En la selva

Jueves, quién lo iba a decir. Málaga. Calor, bochorno y un gran espectáculo. Málaga Forum se puso sus mejores galas y se disfrazó de selva para recibir a todos lo que queríamos un día de indie en un jueves cualquiera de verano. Abrieron boca Claim, aún bajo el sol, mientras el público entraba sin prisa pero sin pausa. El lugar invitaba. Alfombra verde por doquier, puestos de peluquería, mercandaising, zona de relax, foodtrack y barras distribuidas para aquellos que quisimos pasar una tarde de música. Todo cuidado al detalle y con gusto. Punto para el Selvatic nada más entrar. Segundo punto, el escenario. Grande, a juego con el resto del recinto, y sobre él, y cuando el sol empezaba a perder fuerza, Claim terminaba después de un muy buen concierto. Esta banda suena cada vez mejor…

Shinova aterrizó con fuerza, sostenidos sobre esa voz potente de Gabriel, que acabó por vencer al sol definitivamente. Sonaba su batería al son de las cuerdas, sin sobresalir, solo cuando debía, con ese sello inconfundible, mezcla perfecta entre letras inolvidables y sonido embaucadores. Gritamos estribillos y se nos erizó la piel, al descubrir que en directo, sus discos, cobran vida.

Sidonie vino tras ellos, en un espectáculo cercano y divertido. Los de siempre, hicieron lo de siempre: un magnífico trabajo sobre el escenario, entre temas del último trabajo y canciones de siempre, mientras Ros llamaba a filas al público. No defraudaron, una vez más.

Y llegó él. Abraham Boba y el resto de León Benavente. Que puedo decir. Que desde la primera a la última canción del repertorio que eligieron, nos llevaron en volandas. A mitad de camino entre cantar y recitar, se encuentra este grupo, con sus poéticas letras y su sonido más que potente. Percusión, electrónica, rock. Distinto. Tanto, que te encantan o los odias, todo discutible. Pero lo que no tiene discusión es el directo que tienen. Te deja sin aliento. Saltas, cantas, gritas, sudas y disfrutas de un espectáculo que pocos son capaces de generar. Un diez de nuevo para León Benavente, que acabó de transformar aquel festival, en una selva.

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Posibles

Otro verano, otra quedada, otro recuerdo. El mismo gesto, la misma ilusión, mejor resultado. Tres, en un trayecto corto, con grandes expectativas. Huele a sal, sabe a verano, y la madurez nos vino a buscar con nuevos retos. Pensamientos cambiantes que hacen de nuestros sentimientos y sus recovecos, caminos difíciles de transitar, como si el abismo se encontrara en cada decisión que debemos tomar. Transmutamos en seres diferentes, sin dejar nuestra esencia de lado, queriendo cambiar, buscando mejorar, como si la personas que somos ahora no fueran suficientes. Egoistamos sobre nosotros mismos y los demás, tratando de estar cada vez más cómodos, más felices, intentando que nuestra estructura interior no se desmorone y nos soporte unos cuantos años más. Rodeos todos, para no decir que estamos cansados de mucho e ilusionados con tanto. Aliviamos el pantano interior que nos ahoga, con el caudal de palabras, de confesiones y secretos que regalamos de unos primos a otros. Y en esa paz fingida, encontramos consuelo.

Ahora que hablo menos y escucho más, entiendo mejor, soporto más y tal vez, solo tal vez, aguante menos, quizás como todo el mundo. No, no somos tan raros. Simplemente somos humanos, y sin o con ayuda, aquí estamos, verano tras verano, en el campo o en la playa, uniendo fuerzas, alzando barricadas, resistiendo. Y mejor aún, retando a la vida con el amor a flor de piel, en la forma que sea.

Vimos ponerse el sol, florecer la luna, y entre ola y ola, nos cobijó la oscuridad, sedienta de secretos, lanzando estrellas fugaces como aviso de que todavía, todo es posible.

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Volver

Quiso el verano un año más que Somontín nos acogiera. Una plaza engalanada nos recibió, y aunque apenas había gente por sus calles, olía a fiesta. A dos pasos nos alojamos, a otros dos, la piscina, y a otros tantos la panadería. Puntos formando el triángulo vital de nuestros días allí, con centro en la plaza. Nos reencontramos con su gente, con los somontineros, que como ocurrió el pasado año, nos recibieron con un gran abrazo y una cálida sonrisa. Vuelven unos sobre sus pasos al pueblo que los vivió nacer y crecer, recordando sus raíces y manteniendo viva la llama de sus tradiciones; otros siguen allí, sosteniendo con vida a un Somontín despoblado en invierno y tan poblado en verano. ¿A quién no le gusta su casa?. Nos reunimos todos, alrededor de una mesa, cerveza en mano, o vino, o quizás ambas cosas, contando historias de tiempos pasados que creemos mejores, dejando escapar las palabras entre el hechizo del alcohol. Doblamos palmas al son de canciones, de cuyo nombre no quiero acordarme. Doblamos también los días, uniéndolos con las noches, acumulando cansancio y ratos inolvidables, bailando bajo una luna que no dejaban de observarnos, envidiosa de nuestra felicidad. Descendimos a la panadería, y su olor me transportó a un pasado que ahora saboreo con el cariño que deja el paso del tiempo a esas partes de tu vida que vas dejando atrás. Y sí, compartimos, entre todos. Los de allí y los que no somos de allí. Porque nos han acogido como a uno más, con la sencillez y el cariño, que solo la buena gente sabe dar. Bebimos, reímos, bailamos y fuimos felices, en este ahora de nuestras vidas que mañana será pasado, y que recordaremos en el futuro, creyendo otra vez, que cualquier tiempo pasado fue mejor. Yo me quedo el presente vivido y con toda esa gente que me hace querer volver otra vez más a Somontín. Ahora miro la luna desde mi ventana y recuerdo esa plaza y todos vosotros, y no puedo evitar sonreír…

Gracias por regalarme tiempo de felicidad.

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Como si de un cuento se tratara…

Lucía el sol, apretaba la calor, y sin miedo a nada, partimos dirección Huelva. Castigamos la tarde sin siesta, y con ella por montera recorrimos kilómetros de asfalto buscando otra provincia, cuajada de ganaderías, con reses por doquier y extensos pastos. Cambiaba el paisaje a medida que avanzábamos. Los olivos tornaron a alcornoques, y los sembrados se transformaron en pastizales. Un reguero de dehesas nos escoltó hasta que divisamos Aracena cuando atardecía, embriagando nuestra llegada con aroma a pueblo. En el centro, donde la vida hierve y se concentra lo importante, justo ahí, nos alojamos. Casas blancas, grandes, de las de antaño. Un pueblo limpio, con olor a jamón por sus rincones, y gente hospitalaria. Tierra de postal con una historia labrada a fuerza de tradición. En lo más alto, el castillo fortaleza, con la iglesia dedicada a su patrón, y bajo ella, una gruta, la de las Maravillas. Alrededor de este castillo creció su pueblo, y aún hoy lo sigue haciendo.

Enfilamos el pasillo que llevaba a las profundidades, desprovistos de miedo, cargados de ilusión, topándonos de golpe con otro mundo bajo el suelo. Estalagmitas y estalactitas floreciendo sin pausa pero sin prisa, necesitando mil vidas para adquirir la forma que tienen hoy. Un manto blanco, en ocasiones rojo y en otras azulado, engullendo la roca, con la única fuerza de las gotas de agua que se filtran por desde el exterior. Un espectáculo que la naturaleza nos regala, recordándonos su fuerza y su belleza, avisándonos que nada sobrevivirá en este mundo salvo ella, sino somos capaces de cuidarla.

Fueron días de desconexión, apartados de todo y de todos, huidos a nuestras propias profundidades, conociendo un poco más los recovecos de las cuevas en las que a veces vivimos. Pero como toda gruta, también tiene una salida. Y salimos, a caminar, a reír, a llorar, a descansar de la mano de aquellos hombres que quieren acabar con nuestras naturalezas. Y sirvió de mucho, porque como si de un cuento se tratara, tuvo final feliz, tanto, como para volver a repetir.

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